Friday, August 22, 2014

FRAGMENTOS de TEXTOS II


KESSLER Mathieu  “El paisaje y su sombra”


Paisaje natural y paisaje urbano

Cuando pensamos en paisaje también solemos pensar, en y por principio, en el paisaje natural. Para algunos, incluso, el paisaje es sinónimo de naturaleza. La relación del ser humano moderno occidental con la naturaleza se puede leer no sólo en la historia de la reflexión que se presenta a sí misma como filosófica, sino también en la de las múltiples representaciones del paisaje, sean literarias o pictóricas, que se iniciarían quizás con Petrarca en el siglo XIV. Que la naturaleza sea concebida como paisaje y que este sea entendido, por lo general, como paisaje natural es una señal del lugar que ocupa la naturaleza en la cultura moderna. Ejemplo de ello es el simple hecho de que nos lancemos continuamente a pensar el lugar que ocupa la naturaleza en nuestra cultura, y no tengamos la tendencia a pensar más bien el lugar que ocupa nuestra cultura en la naturaleza; o también, el que creamos poder distinguir, con tan aparente claridad, la naturaleza de la cultura.

Por cultura hay que entender aquí, entre otras cosas, un concepto de ciudad y la ciudad misma como realidad. Parecería extraño que se vinculen dos conceptos que por lo general no son identificados; simplemente sigo la sugerencia straussiana15 de traducir polis por cultura, para hacer comprensible la idea de ciudad antigua al mismo tiempo que se ilumina la idea moderna de cultura (si se me perdona el pleonasmo, pues la idea de cultura es moderna). La noción de cultura es cultural; esto implica, sencillamente, que la cultura moderna occidental es la de la ciudad moderna occidental, cuyo modelo se extiende progresivamente por el mundo, hasta tal punto que se ha llegado a creer que la ciudad moderna occidental es el mundo (o, por lo menos, que el mundo sólo puede ser pensado como ciudad moderna occidental).

Esta ciudad no es, por supuesto, la ciudad de la antigua Grecia; no es la polis, cuyo contorno aristotélico se esforzaron por restablecer Hanna Arendt y Leo Strauss. Tampoco es la urbe romana, cabeza del orbe romano, cuyas móviles fronteras rodean el mare nostrum, más allá de las cuales hay barbari. Tal ciudad no es el versátil puerto alejandrino, polis y urbe a la vez, abierta desde su fundación, y en virtud de su particular emplazamiento, a las múltiples lenguas, a todos los ritos, comercios, tráficos y saberes, donde la filosofía sembró sus novedosos templos y donde la fe cristiana brotó de las catacumbas para querer abrazar a todas las naciones.

Tal ciudad no es la Civitas Dei, no es la Ekklesia ni la Umma, pero tampoco es el alcázar, ni la villa, ni la fundación colonial; no es ya el burgo siquiera. Así algo de todas estas viejas ciudades la atraviesen, la ciudad moderna occidental es, más bien, por donde se la mire, un exceso de ciudad. Un exceso, por tanto, de politización, urbanización, culturización y civilización. La ciudad en nuestros tiempos se ha desbordado, se ha extendido más allá de los límites que antiguamente la contenían en un espacio amurallado. No sólo estamos pensando aquí en el evidente proceso de hiperurbanización de finales del siglo XX y comienzos del XXI, asociado al crecimiento demográfico; también pensamos en la ausencia contemporánea de espacios que no estén cobijados por la sombra citadina, que no sean estudiados por su ciencia, imaginados por su arte o administrados por su política.

No en vano se puede decir que el paisaje natural es un resultado histórico de la ciudad moderna occidental, y añado, una consecuencia inevitable, aunque contingente, de su exceso; otra prueba, por tanto, de la novedad histórica del paisaje como imagen, como experiencia y, en suma, como realidad en la historia de Occidente. El paisaje natural (y la naturaleza como paisaje) compensa el exceso de ciudad moderna occidental; surge como un fenómeno de compensación, para usar una expresión desarrollada con precisión por Odo Marquard (quien sigue, a su vez, una idea de Joachim Ritter). En esta misma línea, el paisaje natural también compensaría el exceso de ciudad contemporánea, el de simultaneidad de todas las culturas y épocas, el de co-presencia de todos los sucesos en las babélicas plazas de Internet y el teléfono celular: puesto que el exceso no es sólo “hacia fuera”, sino también “hacia dentro”; no es sólo la extensión de la ciudad a todas partes, sino también la concentración de todo el globo en cada punto.

Ante el agobio, la ausencia de aire, la falta de espacio, el exceso de ruido, la masificación, la acelerada hipertecnificación, la invasión continua del espacio interior, ya casi exangüe y en algunos casos ausente, el paisaje natural surge como el otro espacio necesario de escape, solaz, alivio que compensa, felicidad en la infelicidad —el concepto es de Marquard también—; la ausencia de espacio, pero también el vacío
del mismo y su gigantismo en las ciudades contemporáneas.

A la vez, el paisaje natural es un excedente de la urbe contemporánea; hace parte también de su exceso, no simplemente como uno de sus productos, efectos o logros, sino también, y paradójicamente, como aquello que la produce, al trazar sus contornos, al llenar sus espacios e, incluso, al hacer posibles los conceptos con los cuales la pensamos, como cuando hablamos, por ejemplo, de “la selva de cemento”. Sin paisaje natural, sin ese excedente, que también es un exceso, no hay urbe contemporánea, no hay ciudad moderna occidental. Operando bajo la extraña lógica del suplemento —el concepto es de Derrida—, que completa lo que parecía completo, que sustituye aquello que era insustituible, el remedio para la enfermedad de la ciudad que es el paisaje natural se revela también como su veneno, contaminando el espacio de la urbe en su pretendida pureza cultural y, en ocasiones, amenazando la ciudad misma.

Ambivalente como un fármaco el paisaje no está, entonces, fuera ni dentro de la ciudad, desplazándose continuamente y convirtiendo la  ciudad en naturaleza y la naturaleza en ciudad. Semejante tráfico de espacios no sólo nos habla del carácter natural de lo urbano, de la ciudad como paisaje, sino también del carácter urbano de lo natural, del paisaje como ciudad; pista indispensable para pensar el paisaje urbano en su deuda con la naturaleza y la naturaleza en su deuda con la ciudad moderna occidental.

Estas consideraciones preliminares nos permiten afirmar que, a pesar de los esfuerzos teóricos contemporáneos, el paisaje suele ser entendido como un tema propio de la perspectiva estética que privilegia el ojo, como marco, imagen y paisaje natural. Tales formas de entender el paisaje están por supuesto articuladas. La perspectiva estética que destaca la posición del observador o espectador que contempla está íntimamente asociada a la posesión de una imagen o representación: capturar la mejor imagen posible desde un mirador. A su vez, una de las posibles formas de relacionarse con la naturaleza, con el paisaje natural, es justamente la de obtener una imagen del conjunto de lo observado, un panorama que permita atrapar el conjunto en un cuadro. El paisaje sirve de fondo para la fotografía que se hace tomar el turista: protagonista envanecido por la soberbia de un paisaje dispuesto sólo para él, al menos por un instante. El paisaje natural, antes de ser visto como tal, ha servido y sigue sirviendo como marco de otras representaciones, escenario del acaecer del mundo.

Determinado el paisaje natural como escenario para la acción humana y como objeto de contemplación visual, ha quedado subordinado a las preocupaciones, quehaceres y necesidades del ser humano, y por esta vía, ha quedado subordinado también a las lógicas de la vida social, al espacio de la cultura, la ciudad, la civilización y la política.

Se destaca aquí entonces una cierta concepción del espacio del paisaje natural como depósito de bienes para el ser humano —sea que se lo explote o se lo proteja—, marco en el que corren las acciones humanas —sean de explotación o de protección— y mera representación visual; concepción que le hace eco a la tendencia del pensamiento occidental a sobrevalorar la vista como órgano superior del conocimiento. Por ello, pensar el paisaje no natural requiere no sólo un desplazamiento de las fronteras entre los conceptos de paisaje natural y paisaje urbano —trabajo que ya está supuesto en la noción común de paisaje—, sino también un distanciamiento del paisaje como imagen —de aquellas consideraciones estéticas que le otorgan un lugar destacado a la mera perspectiva, la contemplación y la observación—, al mismo tiempo que del paisaje como fuente de bienes y marco de acciones.
 

3 comments:

Anonymous said...

Parece que subir escritos te hace parecer intelectual......

Anonymous said...

Si TANTO te molestan los posteos, arriba a la derecha de la pantalla suele haber una cruz que soluciona tus problemas y de paso nos ahorramos tu mala onda.

Anonymous said...

a mi me parece muy interesante los textos que están subiendo. Sigan mandando