KESSLER Mathieu “El paisaje y su sombra”
Paisaje natural y paisaje urbano
Cuando
pensamos en paisaje también solemos pensar, en y por principio, en el paisaje
natural. Para algunos, incluso, el paisaje es sinónimo de naturaleza. La relación del ser humano moderno occidental
con la naturaleza se puede leer no sólo en la historia de la reflexión que se
presenta a sí misma como filosófica, sino también en la de las múltiples
representaciones del paisaje, sean literarias o pictóricas, que se iniciarían
quizás con Petrarca en el siglo XIV. Que la naturaleza sea concebida como paisaje y que este sea
entendido, por lo general, como paisaje natural es una señal del lugar que
ocupa la naturaleza en la cultura moderna. Ejemplo de ello es el simple hecho
de que nos lancemos continuamente a pensar el lugar que ocupa la naturaleza en nuestra cultura, y no
tengamos la tendencia a pensar más bien el lugar que ocupa nuestra cultura en
la naturaleza; o también, el que creamos poder distinguir, con tan aparente
claridad, la naturaleza de la cultura.
Por
cultura hay que entender aquí, entre otras cosas, un concepto de ciudad y la
ciudad misma como realidad. Parecería extraño que se vinculen dos conceptos que
por lo general no son identificados; simplemente sigo la sugerencia straussiana15 de traducir polis
por cultura, para hacer comprensible la idea de
ciudad antigua al mismo tiempo que se ilumina la idea moderna de cultura (si se
me perdona el pleonasmo, pues la idea de cultura es moderna). La noción de cultura es
cultural; esto implica, sencillamente, que la cultura moderna occidental es la
de la ciudad moderna occidental, cuyo modelo se extiende progresivamente por el
mundo, hasta tal punto que se ha llegado a creer que la ciudad moderna
occidental es el mundo
(o, por lo menos, que el mundo sólo puede ser pensado como ciudad moderna
occidental).
Esta
ciudad no es, por supuesto, la ciudad de la antigua Grecia; no es la polis, cuyo contorno aristotélico
se esforzaron por restablecer Hanna Arendt y Leo Strauss. Tampoco es la urbe romana, cabeza del orbe
romano, cuyas móviles fronteras rodean el mare
nostrum, más allá
de las cuales hay barbari. Tal
ciudad no es el versátil puerto alejandrino, polis
y urbe a la vez, abierta desde su fundación, y en
virtud de su particular emplazamiento, a las múltiples lenguas, a todos los
ritos, comercios, tráficos y saberes, donde la filosofía sembró sus novedosos
templos y donde la fe cristiana brotó de las catacumbas para querer abrazar a
todas las naciones.
Tal ciudad
no es la Civitas Dei, no es la Ekklesia ni la Umma, pero
tampoco es el alcázar, ni la villa, ni la fundación colonial; no es ya el burgo
siquiera. Así algo de todas estas viejas ciudades la atraviesen, la ciudad moderna
occidental es, más bien, por donde se la mire, un exceso de ciudad. Un
exceso, por tanto, de politización, urbanización, culturización y civilización.
La ciudad en nuestros tiempos se ha desbordado, se ha extendido más allá de los
límites que antiguamente la contenían en un espacio amurallado. No sólo estamos
pensando aquí en el evidente proceso de hiperurbanización de finales del siglo
XX y comienzos del XXI, asociado al crecimiento demográfico; también pensamos
en la ausencia contemporánea de espacios que no estén cobijados por la sombra
citadina, que no sean estudiados por su ciencia, imaginados por su
arte o administrados por su política.
No en vano
se puede decir que el paisaje natural es un resultado histórico de la ciudad
moderna occidental, y añado, una
consecuencia inevitable, aunque contingente, de su exceso; otra prueba, por
tanto, de la novedad histórica del paisaje como imagen, como experiencia y, en suma,
como realidad en la historia de Occidente. El paisaje natural (y la naturaleza
como paisaje) compensa el exceso de ciudad moderna occidental; surge como un fenómeno de compensación, para usar una expresión
desarrollada con precisión por Odo Marquard (quien sigue, a su vez, una idea de
Joachim Ritter). En esta misma línea,
el paisaje natural también compensaría el exceso de ciudad contemporánea, el de
simultaneidad de todas las culturas y épocas, el de co-presencia de todos los sucesos
en las babélicas plazas de Internet y el teléfono celular:
puesto que el exceso no es sólo “hacia fuera”, sino también “hacia dentro”; no
es sólo la extensión de la ciudad a todas partes, sino también la concentración
de todo el globo en cada punto.
Ante el
agobio, la ausencia de aire, la falta de espacio, el exceso de ruido, la
masificación, la acelerada hipertecnificación, la invasión continua del espacio
interior, ya casi exangüe y en algunos casos ausente, el paisaje natural surge
como el otro espacio necesario de escape, solaz,
alivio que compensa, felicidad en la infelicidad —el concepto es de Marquard
también—; la ausencia de
espacio, pero también el vacío
del mismo y su gigantismo en
las ciudades contemporáneas.
A la vez,
el paisaje natural es un excedente de la urbe contemporánea; hace parte también de su exceso, no
simplemente como uno de sus productos, efectos o logros, sino también, y paradójicamente,
como aquello que la produce, al trazar sus contornos, al llenar sus espacios e,
incluso, al hacer posibles los conceptos con los cuales la pensamos, como
cuando hablamos, por ejemplo, de “la selva de cemento”. Sin paisaje natural,
sin ese excedente, que también es un exceso, no hay urbe contemporánea, no hay
ciudad moderna occidental. Operando bajo la extraña lógica del suplemento —el
concepto es de Derrida—, que completa lo
que parecía completo, que sustituye aquello que era insustituible, el remedio
para la enfermedad de la ciudad que es el paisaje natural se revela también
como su veneno, contaminando el espacio de
la urbe en su pretendida pureza cultural y, en ocasiones, amenazando la ciudad
misma.
Ambivalente
como un fármaco el paisaje no está, entonces, fuera ni dentro de la ciudad,
desplazándose continuamente y convirtiendo la
ciudad en naturaleza y la naturaleza en ciudad. Semejante tráfico de
espacios no sólo nos habla del carácter natural de lo urbano, de la ciudad
como paisaje, sino también del carácter urbano de lo natural, del paisaje como
ciudad; pista indispensable para pensar el paisaje urbano en su deuda con la naturaleza y la
naturaleza en su deuda con la
ciudad moderna occidental.
Estas
consideraciones preliminares nos permiten afirmar que, a pesar de los esfuerzos
teóricos contemporáneos, el paisaje suele ser entendido como un tema propio de
la perspectiva estética que privilegia el ojo, como marco, imagen y paisaje natural.
Tales formas de entender el paisaje están por supuesto articuladas. La
perspectiva estética que destaca la posición del observador o espectador que
contempla está íntimamente asociada a la posesión de una imagen o
representación: capturar la mejor imagen posible desde un mirador. A su vez,
una de las posibles formas de relacionarse con la naturaleza, con el paisaje natural,
es justamente la de obtener una imagen del conjunto de lo observado, un
panorama que permita atrapar el conjunto en un cuadro. El paisaje sirve de
fondo para la fotografía que se hace tomar el turista: protagonista envanecido
por la soberbia de un paisaje dispuesto sólo para él, al menos por un instante.
El paisaje natural, antes de ser visto como tal, ha servido y sigue sirviendo
como marco de otras representaciones, escenario del acaecer del mundo.
Determinado
el paisaje natural como escenario para la acción humana y como objeto de contemplación
visual, ha quedado subordinado a las preocupaciones, quehaceres y necesidades
del ser humano, y por esta vía, ha quedado subordinado también a las lógicas de
la vida social, al espacio de la cultura, la ciudad, la civilización y la política.
Se destaca
aquí entonces una cierta concepción del espacio del paisaje natural como
depósito de bienes para el ser humano —sea que se lo explote o se lo proteja—,
marco en el que corren las acciones humanas —sean de explotación o de
protección— y mera representación visual; concepción que le hace eco a la tendencia
del pensamiento occidental a sobrevalorar la vista como órgano superior del
conocimiento. Por ello, pensar el paisaje no natural requiere no sólo un
desplazamiento de las fronteras entre los conceptos de paisaje natural y
paisaje urbano —trabajo que ya está supuesto en la noción común de paisaje—,
sino también un distanciamiento del paisaje como imagen —de aquellas consideraciones
estéticas que le otorgan un lugar destacado a la mera perspectiva, la
contemplación y la observación—, al mismo tiempo que del paisaje como fuente de
bienes y marco de acciones.
3 comments:
Parece que subir escritos te hace parecer intelectual......
Si TANTO te molestan los posteos, arriba a la derecha de la pantalla suele haber una cruz que soluciona tus problemas y de paso nos ahorramos tu mala onda.
a mi me parece muy interesante los textos que están subiendo. Sigan mandando
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