Palermo era una despreocupada pobreza. La higuera oscurecía sobre el tapial; los balconcitos de modesto destino daban a días iguales; la perdida corneta del manisero exploraba el anochecer; sobre la humildad de las casas no era raro algún jarrón de manpostería; coronado aridamente de tunas...
Hacia el poniente había callejones de polvo que no iban empobreciéndose tarde afuera; había lugares en que un galpón de ferrocarril o un hueco de pitas o una brisa casi confidencial inauguraba malamente la pampa; O si no, una de esas casas petizas sin revocar, de ventana baja, de reja- a veces de una amarilla estera atrás, con figuras- que la soledad de Buenos Aires parece criar, sin participación humana visible. Después: el Maldonado, como reseco y amarillo zanjón, estirándose sin destino desde la Chacarita y que por un milagro espantoso pasaba de la muerte de sed a las disparatadas extensiones de agua violenta, que arreaban con el rancherío moribundo de las orillas.
Hará unos cincuenta años, después de ese irregular zanjón o muerte, empezaba el cielo: un cielo de relinchos y crines y pasto dulce, un cielo caballiar...
Ahí se entristecía Palermo, pues las vías de hierro del Pacífico bordeaban el arroyo, descargando esa peculiar tristeza de las cosas esclavizadas y grandes, de las barreras altas, como pértigo de carreta en descanso, de los derechos terraplenes y andenes. Una frontera de humo trabajador, una frontera de vagones brutos en movimiento, cerraba ese costado; atrás, crecía o se emperraba el arrollo. Lo están encarcelando ahora: ese casi infinito flanco de soledad que se acavernaba hace poco, a la vuelta de la truquera confitería de La Paloma, será reemplazado por una calle tilinga, de tejas anglizantes...
Entre los fondos del cementerio colorado del Norte y los de la Penitenciaría, se iba incorporando del polvo un suburbio chato y despedazado, sin revocar: su notoria denominación, la Tierra del Fuego. Escombros de principio, esquinas de agresión o de soledad, hombres furtivos que se llaman silbando y que se dispersan de golpe en la noche lateral de los callejones, nombraban su carácter. El barrio era una esquina final.
Por Jorge Luis Borges
Hacia el poniente había callejones de polvo que no iban empobreciéndose tarde afuera; había lugares en que un galpón de ferrocarril o un hueco de pitas o una brisa casi confidencial inauguraba malamente la pampa; O si no, una de esas casas petizas sin revocar, de ventana baja, de reja- a veces de una amarilla estera atrás, con figuras- que la soledad de Buenos Aires parece criar, sin participación humana visible. Después: el Maldonado, como reseco y amarillo zanjón, estirándose sin destino desde la Chacarita y que por un milagro espantoso pasaba de la muerte de sed a las disparatadas extensiones de agua violenta, que arreaban con el rancherío moribundo de las orillas.
Hará unos cincuenta años, después de ese irregular zanjón o muerte, empezaba el cielo: un cielo de relinchos y crines y pasto dulce, un cielo caballiar...
Ahí se entristecía Palermo, pues las vías de hierro del Pacífico bordeaban el arroyo, descargando esa peculiar tristeza de las cosas esclavizadas y grandes, de las barreras altas, como pértigo de carreta en descanso, de los derechos terraplenes y andenes. Una frontera de humo trabajador, una frontera de vagones brutos en movimiento, cerraba ese costado; atrás, crecía o se emperraba el arrollo. Lo están encarcelando ahora: ese casi infinito flanco de soledad que se acavernaba hace poco, a la vuelta de la truquera confitería de La Paloma, será reemplazado por una calle tilinga, de tejas anglizantes...
Entre los fondos del cementerio colorado del Norte y los de la Penitenciaría, se iba incorporando del polvo un suburbio chato y despedazado, sin revocar: su notoria denominación, la Tierra del Fuego. Escombros de principio, esquinas de agresión o de soledad, hombres furtivos que se llaman silbando y que se dispersan de golpe en la noche lateral de los callejones, nombraban su carácter. El barrio era una esquina final.
Por Jorge Luis Borges
1 comment:
muy buen laburo
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