Antes de salir, el guía nos informa lo que hay que saber: de
los 4.000km2 que abarca la península (que se interna unos 100 km en el Océano
Atlántico), el 90% son estancias privadas dedicadas a la cría de ovejas o el
turismo, el 2% pertenece a la Armada Argentina y el 8% restante son terrenos
cedidos al municipio para crear reservas. De allí que sólo se utilicen los
accesos permitidos y que no se pueda bajar a las playas, que son áreas
intangibles, salvo por los pasos habilitados. La mayor advertencia: el ripio es
traicionero; hay que conducir con cautela y prestar atención a los animales que
se cruzan imprevistamente.
Bajamos por la RP2 —nuevamente desde Madryn— y atravesamos
el Istmo Ameghino, un brazo de 25 km que une la península con el continente. A
los costados de la ruta, los dos golfos, de un azul indescriptible: Nuevo y San
José.
Hacemos un alto en el Centro de Visitantes y divisamos la
cercana Isla de los Pájaros. Por ahí nomás se yergue una réplica de la capilla
del fuerte La Candelaria, donde días antes del 25 de mayo de 1810 los
tehuelches mataron a casi todos los colonos españoles en plena misa.
Seguimos por la RP3; los pastos son cada vez más verdes
(gracias a los humedales) y las agilísimas tropas de guanacos los atraviesan a
grandes saltos. Luego, desviándonos por la RP52 —el camino del medio— bordeamos
el Salitral, una línea blanca lejana y luminosa. Cruzar la estepa es así: puro
vértigo, aridales y horizonte.
Mientras el guía nos comenta los modos de convivencia de la
fauna peninsular —la martineta es bígama, los elefantes marinos tienen harenes
que a veces superan las 800 hembras, los choiques (ñandúes petisos) crían
pacientemente a sus charitos con distintas parejas, las orcas celebran el
matriarcado, las maras y pingüinos son monógamos, y los guanacos prefieren el
harén—llegamos a Punta Cantor. Estamos en océano abierto y por lo tanto no hay
ballenas. Pero sí pequeños reptiles de nombre bizarro como gekkos y matuastos,
lobos marinos de un pelo que detectan nuestra presencia con sus cabezas
erguidas y lánguidos elefantes marino. Y el ancla del Lolita —un barco que
encalló en 1905— enterrada en la arena. Y frente al ancla... un cachorro de
elefante marino amamantándose: el primero de la temporada.
Tomamos la RP47 y bordeando la impactante Caleta Valdés —una
franja de tierra yerma paralela a la costa que resalta la persistente
horizontalidad de este paisaje— llegamos a la reserva faunística de Punta
Norte. Allí nos enfrentamos a los canales de ataque de las orcas: unas imponentes
y temibles avenidas en las restingas donde (entre febrero y abril y entre
octubre y noviembre) las orcas practican la originalísima técnica del
varamiento intencional para cazar crías de lobo marino.
Esa noche comemos y dormimos en Las Restingas, el único
hotel de Puerto Pirámides —pequeño pueblo de sólo 450 habitantes— con bajada
directa a la playa.
A la mañana siguiente, muy temprano, nos embarcamos con Miki
Sosa, hijo de Peke, un buzo táctico que estudió el comportamiento de las
ballenas con Roger Payne y fue pionero de los avistajes para turistas. El mar
tiene el color del acero y está helado; el cielo, nubladísimo, nos impide saber
qué ocurre bajo el agua. Sin embargo, de pronto aparecen, primero a lo lejos:
esos “lomos negros / como islas intermitentes a la deriva” (la cita es de un
poema de la madrynense Claudia Prado). Después... cada vez más cerca, a veces
asomando sus cuerpos enormes y relucientes y otras deslizándose gráciles e
imperturbables debajo de nuestro semirrígido.
Las olas hacen escarceos, y también las ballenas. Se
necesita audacia, equilibrio y sigilo —y Xavi los tiene— para poder
fotografiarlas, ya que aparecen por sorpresa, como salidas de la nada, y
sorpresivamente desaparecen. Después de un rato ya nos sentimos tranquilos:
como si fuera lo más natural del mundo estar aquí. Conmovidos por su fuerza y
su vulnerabilidad, recuperamos el candor al mirarlas.
El viaje concluye con una visita a la estancia San Lorenzo,
en las costas del golfo San Matías, hogar de una colonia de reproducción de
pingüinos de Magallanes. Los pingüinos todavía no han llegado, pero sus nidos
los esperan intactos, casi siempre protegidos por un jume achaparrado.
Volvemos a Pirámides y hacemos noche en The Paradise. A la
mañana siguiente, antes de irnos, nos detenemos en El Español. Construido hace
más de cien años con chapa acanalada y madera, es el bar más antiguo del
pueblo. Los parroquianos juegan a los dados en las mesas o rumian sus cuitas
acodados sobre el mostrador de estaño. Xavi y yo decidimos que para la próxima
quedan dos aventuras pendientes: bucear con los lobos marinos y llegar en
bicicleta a Playa Colombo, una ruta deshabitada donde —además de la belleza de
la travesía— todavía pueden encontrarse esqueletos de ballena, dientes de tiburón,
cuevas misteriosas y otros tesoros inexplorados.
1 comment:
Respecto de lo enunciado de la matanza de los colonos mientras tenían su misa dentro de la iglesia, creo que el comentario está fuera de lugar teniendo en cuenta el genocidio perpetuado por los españoles hacia los originarios, y habida cuenta que las tierras donde se encalla la península Valdés hoy están en manos de privados. De la misma manera creo que la cátedra en éste sentido, y desde lo público y su responsabilidad con la sociedad, debería tener memoria, y tener otra posición sobre ésta cuestión.
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